El Papa escribe en ‘Vida Nueva’ una reflexión inédita para una Pascua marcada por el coronavirus. A partir del “alégrense” de Jesús a las mujeres, reivindica la civilización del amor. Francisco llama a contagiarse con “los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad” para la reconstrucción en el día después de la pandemia. “Es el Resucitado que quiere resucitar a la humanidad entera”.
Un plan para resucitar
“De pronto, Jesús
salió a su encuentro y las saludó, diciendo: ‘Alégrense’” (Mt 28, 9). Es la
primera palabra del Resucitado después de que María Magdalena y la otra María
descubrieran el sepulcro vacío y se toparan con el ángel. El Señor sale a su
encuentro para transformar su duelo en alegría y consolarlas en medio de la
aflicción (cfr. Jr 31, 13). Es el Resucitado que quiere resucitar a una vida
nueva a las mujeres y, con ellas, a la humanidad entera. Quiere hacernos
empezar ya a participar de la condición de resucitados que nos espera.
Invitar a la alegría
pudiera parecer una provocación, e incluso, una broma de mal gusto ante las
graves consecuencias que estamos sufriendo por el COVID-19. No son pocos los
que podrían pensarlo, al igual que los discípulos de Emaús, como un gesto de
ignorancia o de irresponsabilidad (cfr. Lc 24, 17-19). Como las primeras
discípulas que iban al sepulcro, vivimos rodeados por una atmósfera de dolor e
incertidumbre que nos hace preguntarnos: “¿Quién nos correrá la piedra del
sepulcro?” (Mc 16, 3). ¿Cómo haremos para llevar adelante esta situación que
nos sobrepasó completamente? El impacto de todo lo que sucede, las graves
consecuencias que ya se reportan y vislumbran, el dolor y el luto por nuestros
seres queridos nos desorientan, acongojan y paralizan. Es la pesantez de la
piedra del sepulcro que se impone ante el futuro y que amenaza, con su
realismo, sepultar toda esperanza. Es la pesantez de la angustia de personas
vulnerables y ancianas que atraviesan la cuarentena en la más absoluta soledad,
es la pesantez de las familias que no saben ya como arrimar un plato de comida
a sus mesas, es la pesantez del personal sanitario y servidores públicos al
sentirse exhaustos y desbordados… esa pesantez que parece tener la última
palabra.
Sin embargo, resulta
conmovedor destacar la actitud de las mujeres del Evangelio. Frente a las
dudas, el sufrimiento, la perplejidad ante la situación e incluso el miedo a la
persecución y a todo lo que les podría pasar, fueron capaces de ponerse en
movimiento y no dejarse paralizar por lo que estaba aconteciendo. Por amor al
Maestro, y con ese típico, insustituible y bendito genio femenino, fueron
capaces de asumir la vida como venía, sortear astutamente los obstáculos para
estar cerca de su Señor. A diferencia de muchos de los Apóstoles que huyeron
presos del miedo y la inseguridad, que negaron al Señor y escaparon (cfr. Jn
18, 25-27), ellas, sin evadirse ni ignorar lo que sucedía, sin huir ni
escapar…, supieron simplemente estar y acompañar. Como las primeras discípulas,
que, en medio de la oscuridad y el desconsuelo, cargaron sus bolsas con
perfumes y se pusieron en camino para ungir al Maestro sepultado (cfr. Mc 16,
1), nosotros pudimos, en este tiempo, ver a muchos que buscaron aportar la
unción de la corresponsabilidad para cuidar y no poner en riesgo la vida de los
demás. A diferencia de los que huyeron con la ilusión de salvarse a sí mismos,
fuimos testigos de cómo vecinos y familiares se pusieron en marcha con esfuerzo
y sacrificio para permanecer en sus casas y así frenar la difusión. Pudimos
descubrir cómo muchas personas que ya vivían y tenían que sufrir la pandemia de
la exclusión y la indiferencia siguieron esforzándose, acompañándose y
sosteniéndose para que esta situación sea (o bien, fuese) menos dolorosa. Vimos
la unción derramada por médicos, enfermeros y enfermeras, reponedores de
góndolas, limpiadores, cuidadores, transportistas, fuerzas de seguridad,
voluntarios, sacerdotes, religiosas, abuelos y educadores y tantos otros que se
animaron a entregar todo lo que poseían para aportar un poco de cura, de calma
y alma a la situación. Y aunque la pregunta seguía siendo la misma: “¿Quién nos
correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3), todos ellos no dejaron de hacer lo
que sentían que podían y tenían que dar.
Y fue precisamente
ahí, en medio de sus ocupaciones y preocupaciones, donde las discípulas fueron
sorprendidas por un anuncio desbordante: “No está aquí, ha resucitado”. Su
unción no era una unción para la muerte, sino para la vida. Su velar y
acompañar al Señor, incluso en la muerte y en la mayor desesperanza, no era
vana, sino que les permitió ser ungidas por la Resurrección: no estaban solas,
Él estaba vivo y las precedía en su caminar. Solo una noticia desbordante era
capaz de romper el círculo que les impedía ver que la piedra ya había sido
corrida, y el perfume derramado tenía mayor capacidad de expansión que aquello
que las amenazaba. Esta es la fuente de nuestra alegría y esperanza, que
transforma nuestro accionar: nuestras unciones, entregas… nuestro velar y
acompañar en todas las formas posibles en este tiempo, no son ni serán en vano;
no son entregas para la muerte. Cada vez que tomamos parte de la Pasión del
Señor, que acompañamos la pasión de nuestros hermanos, viviendo inclusive la
propia pasión, nuestros oídos escucharán la novedad de la Resurrección: no
estamos solos, el Señor nos precede en nuestro caminar removiendo las piedras
que nos paralizan. Esta buena noticia hizo que esas mujeres volvieran sobre sus
pasos a buscar a los Apóstoles y a los discípulos que permanecían escondidos
para contarles: “La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha
despertado y vuelve a latir de nuevo” (1). Esta es nuestra esperanza, la que no
nos podrá ser robada, silenciada o contaminada. Toda la vida de servicio y amor
que ustedes han entregado en este tiempo volverá a latir de nuevo. Basta con
abrir una rendija para que la Unción que el Señor nos quiere regalar se expanda
con una fuerza imparable y nos permita contemplar la realidad doliente con una
mirada renovadora.
Y, como a las
mujeres del Evangelio, también a nosotros se nos invita una y otra vez a volver
sobre nuestros pasos y dejarnos transformar por este anuncio: el Señor, con su
novedad, puede siempre renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad (cfr.
Evangelii gaudium, 11). En esta tierra desolada, el Señor se empeña en
regenerar la belleza y hacer renacer la esperanza: “Mirad que realizo algo
nuevo, ya está brotando, ¿no lo notan?” (Is 43, 18b). Dios jamás abandona a su
pueblo, está siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más
presente.
Si algo hemos podido
aprender en todo este tiempo, es que nadie se salva solo. Las fronteras caen,
los muros se derrumban y todos los discursos integristas se disuelven ante una
presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de la que estamos
hechos. La Pascua nos convoca e invita a hacer memoria de esa otra presencia
discreta y respetuosa, generosa y reconciliadora capaz de no romper la caña
quebrada ni apagar la mecha que arde débilmente (cfr. Is 42, 2-3) para hacer
latir la vida nueva que nos quiere regalar a todos. Es el soplo del Espíritu
que abre horizontes, despierta la creatividad y nos renueva en fraternidad para
decir presente (o bien, aquí estoy) ante la enorme e impostergable tarea que
nos espera. Urge discernir y encontrar el pulso del Espíritu para impulsar
junto a otros las dinámicas que puedan testimoniar y canalizar la vida nueva
que el Señor quiere generar en este momento concreto de la historia. Este es el
tiempo favorable del Señor, que nos pide no conformarnos ni contentarnos y menos
justificarnos con lógicas sustitutivas o paliativas que impiden asumir el
impacto y las graves consecuencias de lo que estamos viviendo. Este es el
tiempo propicio de animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el
realismo que solo el Evangelio nos puede proporcionar. El Espíritu, que no se
deja encerrar ni instrumentalizar con esquemas, modalidades o estructuras fijas
o caducas, nos propone sumarnos a su movimiento capaz de “hacer nuevas todas
las cosas” (Ap 21, 5).
En este tiempo nos
hemos dado cuenta de la importancia de “unir a toda la familia humana en la
búsqueda de un desarrollo sostenible e integral” (2). Cada acción individual no
es una acción aislada, para bien o para mal, tiene consecuencias para los
demás, porque todo está conectado en nuestra Casa común; y si las autoridades
sanitarias ordenan el confinamiento en los hogares, es el pueblo quien lo hace
posible, consciente de su corresponsabilidad para frenar la pandemia. “Una
emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar con los
anticuerpos de la solidaridad” (3). Lección que romperá todo el fatalismo en el
que nos habíamos inmerso y permitirá volver a sentirnos artífices y
protagonistas de una historia común y, así, responder mancomunadamente a tantos
males que aquejan a millones de hermanos alrededor del mundo. No podemos
permitirnos escribir la historia presente y futura de espaldas al sufrimiento
de tantos. Es el Señor quien nos volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?”
(Gn, 4, 9) y, en nuestra capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de
nuestros pueblos, ese reservorio de esperanza, fe y caridad en la que fuimos
engendrados y que, por tanto tiempo, hemos anestesiado o silenciado.
Si actuamos como un
solo pueblo, incluso ante las otras epidemias que nos acechan, podemos lograr
un impacto real. ¿Seremos capaces de actuar responsablemente frente al hambre
que padecen tantos, sabiendo que hay alimentos para todos? ¿Seguiremos mirando
para otro lado con un silencio cómplice ante esas guerras alimentadas por deseos
de dominio y de poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que
sumergen a tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida
más austera y humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos?
¿Adoptaremos como comunidad internacional las medidas necesarias para frenar la
devastación del medio ambiente o seguiremos negando la evidencia? La
globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar…
Ojalá nos encuentre con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y
la solidaridad. No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del
amor, que es “una civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo,
la tristeza y el desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del
amor se construye cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo
comprometido de todos. Supone, por eso, una comprometida comunidad de hermanos”
(4).
En este tiempo de
tribulación y luto, es mi deseo que, allí donde estés, puedas hacer la
experiencia de Jesús, que sale a tu encuentro, te saluda y te dice: “Alégrate”
(Mt 28, 9). Y que sea ese saludo el que nos movilice a convocar y amplificar la
buena nueva del Reino de Dios.