viernes, 26 de abril de 2024

La Paz

 

Estamos viviendo una tercera guerra mundial a pedazos y, cuanto más pasa el tiempo, parece extenderse más.

En el mundo globalizado de hoy, todos estamos más cerca, pero no por eso somos más hermanos. Es más, sufrimos una falta de fraternidad que se hace visible en las abundantes situaciones de injusticia, pobreza y desigualdad, y por la falta de una cultura de la solidaridad. Pero el peor efecto de esta carestía de fraternidad son los conflictos armados y las guerras, que no sólo enemistan a las personas, sino también a pueblos enteros, cuyas consecuencias negativas repercuten por generaciones.

Como hombre de fe creo que la paz es el sueño de Dios para la humanidad. Sin embargo, constato lastimosamente que por culpa de la guerra este sueño maravilloso se esté convirtiendo en una pesadilla. La guerra favorece la ganancia de unos pocos, en detrimento del bienestar de enteras poblaciones. El dinero ganado con la venta de armas es dinero manchado con sangre inocente, hace falta más valor para renunciar a una ganancia fácil y preservar la paz que para vender armas, cada vez más sofisticadas y poderosas.

Por ello, para construir la paz es necesario salir de la lógica de la legitimidad de la guerra; hoy, con las armas nucleares y de destrucción de masa, el campo de batalla se ha vuelto prácticamente ilimitado y los efectos, potencialmente catastróficos.  En este contexto, ha llegado el momento de decir seriamente ‘no’ a la guerra, para afirmar que las guerras no son justas, sólo la paz es justa; una paz estable y duradera, no construida sobre el equilibrio tambaleante de la disuasión, sino sobre la fraternidad que nos une. De hecho, estamos en camino sobre la misma tierra, todos como hermanos y hermanas, moradores de la única casa común, y no podemos oscurecer el cielo bajo el que vivimos con las nubes de la guerra.

Todavía estamos a tiempo para escribir un capítulo de paz en la historia. Podemos lograrlo haciendo que la guerra pertenezca al pasado y no al futuro. 


Papa Francisco




 

sábado, 20 de abril de 2024

Va con vosotros

 


El símbolo de Jesús como pastor bueno produce hoy en algunos cristianos cierto fastidio. No queremos ser tratados como ovejas de un rebaño. No necesitamos a nadie que gobierne y controle nuestra vida. Queremos ser respetados. No necesitamos de ningún pastor.

No sentían así los primeros cristianos. La figura de Jesús buen pastor se convirtió muy pronto en la imagen más querida de Jesús. Ya en las catacumbas de Roma se le representa cargando sobre sus hombros a la oveja perdida. Nadie está pensando en Jesús como un pastor autoritario dedicado a vigilar y controlar a sus seguidores, sino como un pastor bueno que cuida de ellas.

El «pastor bueno» se preocupa de sus ovejas. Es su primer rasgo. No las abandona nunca. No las olvida. Vive pendiente de ellas. Está siempre atento a las más débiles o enfermas. No es como el pastor mercenario que, cuando ve algún peligro, huye para salvar su vida abandonando al rebaño. No le importan las ovejas.

Jesús había dejado un recuerdo imborrable. Los relatos evangélicos lo describen preocupado por los enfermos, los marginados, los pequeños, los más indefensos y olvidados, los más perdidos. No parece preocuparse de sí mismo. Siempre se le ve pensando en los demás. Le importan sobre todo los más desvalidos.

Pero hay algo más. «El pastor bueno da la vida por sus ovejas». Es el segundo rasgo. Hasta cinco veces repite el evangelio de Juan este lenguaje. El amor de Jesús a la gente no tiene límites. Ama a los demás más que a sí mismo. Ama a todos con amor de buen pastor que no huye ante el peligro sino que da su vida por salvar al rebaño.

Por eso, la imagen de Jesús, «pastor bueno», se convirtió muy pronto en un mensaje de consuelo y confianza para sus seguidores. Los cristianos aprendieron a dirigirse a Jesús con palabras tomadas del salmo 22: «El Señor es mi pastor, nada me falta… aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo… Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida».

Los cristianos vivimos con frecuencia una relación bastante pobre con Jesús. Necesitamos conocer una experiencia más viva y entrañable. No creemos que él cuida de nosotros. Se nos olvida que podemos acudir a él cuando nos sentimos cansados y sin fuerzas o perdidos y desorientados.

Una Iglesia formada por cristianos que se relacionan con un Jesús mal conocido, confesado solo de manera doctrinal, un Jesús lejano cuya voz no se escucha bien en las comunidades…, corre el riesgo de olvidar a su Pastor. Pero, ¿quién cuidará a la Iglesia si no es su Pastor?

José Antonio Pagola



sábado, 6 de abril de 2024

La fuerza del amor y la alegría


La gloria de Dios amanece sobre el mundo. Hasta los confines de la tierra llega el anuncio Pascual: Paz a vosotros. Aleluya, soy Yo en persona, no tengáis miedo, aleluya. ¿Quién podrá arrebatarnos el gozo de la Pascua? Cristo salió victorioso del sepulcro y en Él todo fuimos justificados y salvados. Hemos muerto con Cristo y creemos que también viviremos con Él. 

Pascua sagrada, eterna novedad, el mundo renovado canta un himno a su Señor. Es el himno de la vida, el himno de los bautizados en su sangre preciosa; los sumergidos en el agua y resurgidos a un nuevo orden donde se proclamará la paz, el amor y la justicia. Poco importa que el orden del mundo parezca que no cambia en los valores del amor, de la paz y de la justicia, tenemos que aprender a acoger con fe su presencia en medio de nosotros. Él es el que puede desencadenar el cambio en el horizonte, la esperanza de la comunidad no se agota porque parezca que no hay frutos de justicia. El resucitado es nuestra liberación y nuestra fuerza. Él nos da fuerza para crear un nuevo clima de paz y serenidad que tanto necesita nuestro mundo. Por eso tenemos que acoger con fe su presencia en medio de nosotros. Y, así es como nuestro canto será hoy como la noche de fiesta en que reina la alegría, como si marchásemos al son de gaitas y panderos a celebrar la Fiesta de las fiestas: La Santa Pascua de Cristo el Señor. 

En la resurrección de Cristo sabemos y comprendemos desde la fe que nuestro Dios es el Dios de la vida, de la alegría, de la paz inalterable, de la luz que vence las tinieblas, porque Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Los hombres podrán destruir la vida de mil maneras, pero, si Dios resucitó a Jesús, esto significa que solo quiere la vida para sus hijos. No estamos solos ni perdidos en la muerte. Podemos contar con un Padre que, por encima de todo, incluso por encima de la muerte, nos quiere ver llenos de vida. Ahora solo hay una manera cristiana de vivir, y se resume así: Poner vida donde otros ponen muerte. 

Dios en Jesús está con el fruto de su amor, que somo nosotros, nos acompaña en el camino de la vida, pero no lo hace desde fuera, ni desde arriba, lo hace desde dentro de nosotros y dentro de la historia porque no podemos aislarnos, nos quiere sumergidos en el mundo como la levadura que hace que fermente y florezca toda la bondad que se esconde en el corazón de todo ser humano. Las fuerzas del mal siguen luchando contra los hermanos del Resucitado, la muerte y el pecado quieren recuperar su trono de soberanía en el corazón de las personas, pero ya no tienen poder porque Cristo está en nuestro interior con la fuerza de su amor y nos llena de su luz y de su fuerza recordando sus palabras: No tengáis miedo, yo he vencido al mundo.


                                                                                                                        Blog Monasterio de Santa María de Sobrado