Estamos viviendo una tercera guerra mundial a pedazos y, cuanto más pasa el tiempo, parece extenderse más.
En el mundo globalizado de hoy, todos estamos más cerca, pero no
por eso somos más hermanos. Es más, sufrimos una falta de fraternidad que se
hace visible en las abundantes situaciones de injusticia, pobreza y
desigualdad, y por la falta de una cultura de la solidaridad. Pero el peor
efecto de esta carestía de fraternidad son los conflictos armados y las
guerras, que no sólo enemistan a las personas, sino también a pueblos
enteros, cuyas consecuencias negativas repercuten por generaciones.
Como hombre de fe creo que la paz es el sueño de Dios para la
humanidad. Sin embargo, constato lastimosamente que por culpa de la guerra este
sueño maravilloso se esté convirtiendo en una pesadilla. La guerra favorece la
ganancia de unos pocos, en detrimento del bienestar de enteras
poblaciones. El dinero ganado con la venta de armas es dinero manchado con sangre
inocente, hace falta más valor para renunciar a una ganancia fácil y preservar
la paz que para vender armas, cada vez más sofisticadas y poderosas.
Por ello, para construir la paz es necesario salir de la lógica
de la legitimidad de la guerra; hoy, con
las armas nucleares y de destrucción de masa, el campo de batalla se ha vuelto
prácticamente ilimitado y los efectos, potencialmente catastróficos. En este contexto, ha llegado el momento
de decir seriamente ‘no’ a la guerra, para afirmar que las guerras no son
justas, sólo la paz es justa; una paz estable y duradera, no construida sobre
el equilibrio tambaleante de la disuasión, sino sobre la fraternidad que nos
une. De hecho, estamos en camino sobre la misma tierra, todos como hermanos y
hermanas, moradores de la única casa común, y no podemos oscurecer el cielo
bajo el que vivimos con las nubes de la guerra.
Todavía
estamos a tiempo para escribir un capítulo de paz en la historia. Podemos
lograrlo haciendo que la guerra pertenezca al pasado y no al futuro.
Papa Francisco