sábado, 25 de febrero de 2017

Evangelio Domingo 26 de Febrero de 2017 – VIII Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del Santo Evangelio según san Mateo (6,24-34):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.
Por eso os digo: no estéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad los pájaros del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos?
¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? ¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se arroja al horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gante de poca fe? No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso.
Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le basta su desgracia».

 NO A LA IDOLATRÍA DEL DINERO

El dinero, convertido en ídolo absoluto, es para Jesús el mayor enemigo para construir ese mundo más digno, justo y solidario que quiere Dios. Hace ya veinte siglos que el Profeta de Galilea denunció de manera rotunda que el culto al Dinero será siempre el mayor obstáculo que encontrará la humanidad para progresar hacia una convivencia más humana.
La lógica de Jesús es aplastante: «No podéis servir a Dios y al Dinero». Dios no puede reinar en el mundo y ser Padre de todos sin reclamar justicia para los que son excluidos de una vida digna. Por eso no pueden trabajar por ese mundo más humano querido por Dios los que, dominados por el ansia de acumular riqueza, promueven una economía que excluye a los más débiles y los abandona en el hambre y la miseria.
Es sorprendente lo que está sucediendo con el papa Francisco. Mientras los medios de comunicación y las redes sociales que circulan por internet nos informan, con toda clase de detalles, de los gestos más pequeños de su personalidad admirable, se oculta de modo vergonzoso su grito más urgente a toda la humanidad: «No a una economía de la exclusión y la iniquidad. Esa economía mata».
Francisco no necesita largas argumentaciones ni profundos análisis para exponer su pensamiento. Sabe resumir su indignación en palabras claras y expresivas que podrían abrir el informativo de cualquier telediario o ser titular de la prensa en cualquier país. Solo algunos ejemplos.
«No puede ser que no sea noticia que muera de frío un anciano en medio de la calle y que sí lo sea la caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad».
Vivimos «en la dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano». Como consecuencia, «mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz».
«La cultura del bienestar nos anestesia, y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un espectáculo que de ninguna manera nos altera».
Cuando le han acusado de comunista, el papa ha respondido de manera rotunda: «Este mensaje no es marxismo, sino Evangelio puro» Un mensaje que tiene que tener eco permanente en nuestras comunidades cristianas. Lo contrario podría ser signo de lo que dice el papa: «Nos estamos volviendo incapaces de compadecernos de los clamores de los otros y ya no lloramos ante el drama de los demás».  J.A. Pagola

miércoles, 22 de febrero de 2017

lunes, 20 de febrero de 2017

Carta semanal del Arzobispo de Oviedo

Lutero, la Reforma sin renovación 
 
Estamos inmersos en una conmemoración particular para el cristianismo de Occidente, con motivo del quinto centenario de la Reforma protestante. El pasado mes de octubre se iniciaron los actos conmemorativos de aquel momento en el que un fraile agustino, Martin Lutero, colocaba en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg sus noventa y cinco razones, que llamó “tesis”, por las que iniciaba un distanciamiento crítico de la Iglesia Católica. Con su denuncia se alejaba de lo que representaba Roma en el universo eclesial.

No fue un gesto cualquiera, y tampoco era una excusa que no tuviera un fundamento real en el deterioro del tejido cristiano y en tantas personas e instituciones de la Iglesia. El punto de partida tenía ese sustrato real de crisis y no respondía a un prejuicio típicamente centroeuropeo frente al poder que ejercían los papas y los obispos de entonces sino que había hechos que estaban reclamando un verdadero cambio en profundidad.

El gran historiador jesuita Ricardo García Villoslada, reconocido especialista que fue en Lutero, explicó en una obra menor pero de gran importancia lo que fue ese humus que dio pie a que Lutero expusiese sus tesis e iniciara su reforma. En el libro Raíces históricas del luteranismo abordó con maestría esta gran cuestión que permite entender la separación luterana. Hubo principios filosóficos como el que representó el nominalismo de Guillermo de Ockam, pero no estuvieron al margen las presiones de los príncipes alemanes que querían emanciparse del papado romano, así como la flagrante mundanización de la vida cristiana y la corrupción que se verificaba en no pocos prelados (obispos y abades). Todo esto era algo objetivo y ayuda a entender que había razones por las que alguien podría sentir la necesidad de hacer algo, de reformar no pocas cosas en un momento de decadencia en tantos cristianos. Esto lo vio acertadamente Lutero.

Pero si esta era la pregunta de la que legítimamente él partió, donde aparece el problema que terminó rompiendo la unidad de la Iglesia en Occidente fue precisamente en su respuesta. No fue falsa la pregunta que Lutero escuchó ni ficticio el escándalo que le producía; fue inadecuada e inaceptable la respuesta con la que él quiso solventar el desafío. Por eso, para entender integralmente la Reforma hay que asomarse simultáneamente a la Contrarreforma, como respuesta a las mismas preguntas que provocaron a Lutero pero con otro tipo de factura sin fractura: Ignacio de Loyola y sus compañeros, Teresa de Jesús y lo que ella inicia desde Ávila, Pedro de Alcántara y su reforma de la Observancia franciscana, Tomas de Villanueva en la propia agustiniana, la Escuela de Salamanca con lumbreras de la talla de Domingo Soto y Melchor Cano, o la apuesta cultural que supuso la Escuela de Alcalá de Henares cuna de mucha verdad y mucha belleza teniendo como mentor al regente franciscano Ximénez de Cisneros.

Hay situaciones que piden cambios, reformas, pero nada de esto termina siendo válido ni beneficioso si no viene acompañado por una auténtica renovación personal. El cambio acaso sea sólo una mudanza. La reforma puede ser maquillaje exterior que sólo cambia la forma. Sólo la renovación hace nuevas las cosas, y ésta no es la que termina dividiendo, insidiando, destruyendo, sino la que nos permite superar la contradicción, la incoherencia, la falsedad, lo mundano, lo corrupto, el pecado. Justamente lo que hicieron los santos de aquella misma época de Lutero. Este trajo la reforma que acabó en división. Los santos, renovándose en Dios, trajeron la renovación de la Iglesia. Todo un camino y un reclamo para nosotros.


         + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
         Arzobispo de Oviedo

miércoles, 15 de febrero de 2017

Evangelio del domingo

Comentario al evangelio del domingo 19 de febrero, Mateo (5, 38-48):
 
Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”.
Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».

       

La llamada al amor es siempre seductora. Seguramente, muchos acogían con agrado la llamada de Jesús a amar a Dios y al prójimo. Era la mejor síntesis de la Ley. Pero lo que no podían imaginar es que un día les hablara de amar a los enemigos.
Sin embargo, Jesús lo hizo. Sin respaldo alguno de la tradición bíblica, distanciándose de los salmos de venganza que alimentaban la oración de su pueblo, enfrentándose al clima general de odio que se respiraba en su entorno, proclamó con claridad absoluta su llamada: “Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os calumnian”.
Su lenguaje es escandaloso y sorprendente, pero totalmente coherente con su experiencia de Dios. El Padre no es violento: ama incluso a sus enemigos, no busca la destrucción de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse sino en amar incondicionalmente a todos. Quien se sienta hijo de ese Dios, no introducirá en el mundo odio ni destrucción de nadie.
El amor al enemigo no es una enseñanza secundaria de Jesús, dirigida a personas llamadas a una perfección heroica. Su llamada quiere introducir en la historia una actitud nueva ante el enemigo porque quiere eliminar en el mundo el odio y la violencia destructora. Quien se parezca a Dios no alimentará el odio contra nadie, buscará el bien de todos incluso de sus enemigos.
Cuando Jesús habla del amor al enemigo, no está pidiendo que alimentemos en nosotros sentimientos de afecto, simpatía o cariño hacia quien nos hace mal. El enemigo sigue siendo alguien del que podemos esperar daño, y difícilmente pueden cambiar los sentimientos de nuestro corazón.
 Amar al enemigo significa, antes que nada, no hacerle mal, no buscar ni desear hacerle daño. No hemos de extrañarnos si no sentimos amor alguno hacia él. Es natural que nos sintamos heridos o humillados. Nos hemos de preocupar cuando seguimos alimentando el odio y la sed de venganza.
Pero no se trata solo de no hacerle mal. Podemos dar más pasos hasta estar incluso dispuestos a hacerle el bien si lo encontramos necesitado. No hemos de olvidar que somos más humanos cuando perdonamos que cuando nos vengamos alegrándonos de su desgracia.
El perdón sincero al enemigo no es fácil. En algunas circunstancias a la persona se le puede hacer en aquel momento prácticamente imposible liberarse del rechazo, el odio o la sed de venganza. No hemos de juzgar a nadie desde fuera. Solo Dios nos comprende y perdona de manera incondicional, incluso cuando no somos capaces de perdonar.
J. A. Pagola

Audiencia general del Papa Francisco

Queridos hermanos:

En la carta a los Romanos, san Pablo nos dice que la esperanza no defrauda. El motivo es que está fundada sobre el cimiento más sólido que existe: el amor que Dios nos tiene, y que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Por eso podemos gloriarnos y alegrarnos, porque por medio de la fe nos damos cuenta de que Dios siempre está presente en nuestra vida; de que todo es obra de su amor. Si con fe acogemos su designio de salvación, que lleva a cabo a través de su Hijo Jesucristo, entonces estamos en paz con Dios y experimentamos la libertad. Pero se trata de una paz que se vive incluso en medio de preocupaciones, fracasos y sufrimientos. La esperanza es un don que nos ayuda a experimentar que, incluso en los momentos más duros y difíciles, Dios nos ama y no nos deja solos nunca ni un instante.