Estamos
inmersos en una conmemoración particular para el cristianismo de
Occidente, con motivo del quinto centenario de la Reforma protestante.
El pasado mes de octubre se iniciaron los actos conmemorativos de aquel
momento en el que un fraile agustino, Martin Lutero, colocaba en la
puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg sus noventa y cinco
razones, que llamó “tesis”, por las que iniciaba un distanciamiento
crítico de la Iglesia Católica. Con su denuncia se alejaba de lo que
representaba Roma en el universo eclesial.
No fue un
gesto cualquiera, y tampoco era una excusa que no tuviera un fundamento
real en el deterioro del tejido cristiano y en tantas personas e
instituciones de la Iglesia. El punto de partida tenía ese sustrato real
de crisis y no respondía a un prejuicio típicamente centroeuropeo
frente al poder que ejercían los papas y los obispos de entonces sino
que había hechos que estaban reclamando un verdadero cambio en
profundidad.
El gran
historiador jesuita Ricardo García Villoslada, reconocido especialista
que fue en Lutero, explicó en una obra menor pero de gran importancia lo
que fue ese humus que dio pie a que Lutero expusiese sus tesis e iniciara su reforma. En el libro Raíces históricas del luteranismo
abordó con maestría esta gran cuestión que permite entender la
separación luterana. Hubo principios filosóficos como el que representó
el nominalismo de Guillermo de Ockam, pero no estuvieron al margen las
presiones de los príncipes alemanes que querían emanciparse del papado
romano, así como la flagrante mundanización de la vida cristiana y la
corrupción que se verificaba en no pocos prelados (obispos y abades).
Todo esto era algo objetivo y ayuda a entender que había razones por las
que alguien podría sentir la necesidad de hacer algo, de reformar no
pocas cosas en un momento de decadencia en tantos cristianos. Esto lo
vio acertadamente Lutero.
Pero si
esta era la pregunta de la que legítimamente él partió, donde aparece el
problema que terminó rompiendo la unidad de la Iglesia en Occidente fue
precisamente en su respuesta. No fue falsa la pregunta que Lutero
escuchó ni ficticio el escándalo que le producía; fue inadecuada e
inaceptable la respuesta con la que él quiso solventar el desafío. Por
eso, para entender integralmente la Reforma hay que asomarse
simultáneamente a la Contrarreforma, como respuesta a las mismas
preguntas que provocaron a Lutero pero con otro tipo de factura sin
fractura: Ignacio de Loyola y sus compañeros, Teresa de Jesús y lo que
ella inicia desde Ávila, Pedro de Alcántara y su reforma de la
Observancia franciscana, Tomas de Villanueva en la propia agustiniana,
la Escuela de Salamanca con lumbreras de la talla de Domingo Soto y
Melchor Cano, o la apuesta cultural que supuso la Escuela de Alcalá de
Henares cuna de mucha verdad y mucha belleza teniendo como mentor al
regente franciscano Ximénez de Cisneros.
Hay
situaciones que piden cambios, reformas, pero nada de esto termina
siendo válido ni beneficioso si no viene acompañado por una auténtica
renovación personal. El cambio acaso sea sólo una mudanza. La reforma
puede ser maquillaje exterior que sólo cambia la forma. Sólo la
renovación hace nuevas las cosas, y ésta no es la que termina
dividiendo, insidiando, destruyendo, sino la que nos permite superar la
contradicción, la incoherencia, la falsedad, lo mundano, lo corrupto, el
pecado. Justamente lo que hicieron los santos de aquella misma época de
Lutero. Este trajo la reforma que acabó en división. Los santos,
renovándose en Dios, trajeron la renovación de la Iglesia. Todo un
camino y un reclamo para nosotros.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Arzobispo de Oviedo