Comentario al evangelio del domingo 19 de febrero, Mateo (5, 38-48):
Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”.
Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os
persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace
salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e
injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo
mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos,
¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles?
Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».
La llamada al amor es siempre seductora. Seguramente, muchos acogían
con agrado la llamada de Jesús a amar a Dios y al prójimo. Era la mejor
síntesis de la Ley. Pero lo que no podían imaginar es que un día les
hablara de amar a los enemigos.
Sin embargo, Jesús lo hizo. Sin respaldo alguno de la
tradición bíblica, distanciándose de los salmos de venganza que
alimentaban la oración de su pueblo, enfrentándose al clima general de
odio que se respiraba en su entorno, proclamó con claridad absoluta su
llamada: “Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os calumnian”.
Su lenguaje es escandaloso y sorprendente, pero totalmente
coherente con su experiencia de Dios. El Padre no es violento: ama
incluso a sus enemigos, no busca la destrucción de nadie. Su grandeza no
consiste en vengarse sino en amar incondicionalmente a todos. Quien se
sienta hijo de ese Dios, no introducirá en el mundo odio ni destrucción
de nadie.
El amor al enemigo no es una enseñanza secundaria de Jesús,
dirigida a personas llamadas a una perfección heroica. Su llamada quiere
introducir en la historia una actitud nueva ante el enemigo porque
quiere eliminar en el mundo el odio y la violencia destructora. Quien se
parezca a Dios no alimentará el odio contra nadie, buscará el bien de
todos incluso de sus enemigos.
Cuando Jesús habla del amor al enemigo, no está pidiendo que
alimentemos en nosotros sentimientos de afecto, simpatía o cariño hacia
quien nos hace mal. El enemigo sigue siendo alguien del que podemos
esperar daño, y difícilmente pueden cambiar los sentimientos de nuestro
corazón.
Amar al enemigo significa, antes que nada, no hacerle mal,
no buscar ni desear hacerle daño. No hemos de extrañarnos si no sentimos
amor alguno hacia él. Es natural que nos sintamos heridos o humillados.
Nos hemos de preocupar cuando seguimos alimentando el odio y la sed de
venganza.
Pero no se trata solo de no hacerle mal. Podemos dar más
pasos hasta estar incluso dispuestos a hacerle el bien si lo encontramos
necesitado. No hemos de olvidar que somos más humanos cuando perdonamos
que cuando nos vengamos alegrándonos de su desgracia.
El perdón sincero al enemigo no es fácil. En algunas circunstancias a la persona se le puede hacer en aquel momento prácticamente imposible liberarse del rechazo, el odio o la sed de venganza. No hemos de juzgar a nadie desde fuera. Solo Dios nos comprende y perdona de manera incondicional, incluso cuando no somos capaces de perdonar.
El perdón sincero al enemigo no es fácil. En algunas circunstancias a la persona se le puede hacer en aquel momento prácticamente imposible liberarse del rechazo, el odio o la sed de venganza. No hemos de juzgar a nadie desde fuera. Solo Dios nos comprende y perdona de manera incondicional, incluso cuando no somos capaces de perdonar.
J. A. Pagola