Nos fiamos de la gente. Hay una verdad que nos vamos contando unos a otros. De hecho, nuestra confianza se remonta al testimonio de aquellos primeros testigos de la resurrección. Ellos pasaron de la vacilación a la seguridad y comunicaron lo que habían visto.
Eso son los testigos: los que cuentan lo que han visto, oído, experimentado, y lo hacen de tal forma que resulta creíble. La experiencia del resucitado en las vidas de aquellos hombres y mujeres es la experiencia de un fuego que comienza a encenderse y a encender otras vidas. Un fuego que se enciende en la soledad del sepulcro. Que sigue con María, con algunos discípulos y, tras ellos, con muchos hombres y mujeres, hasta hoy. Tal era su convicción que contagiaron a otros. Los que creen habiendo visto abren la puerta a los que creen sin haber visto.
Magdalena, Pedro y Juan, los de Emaús, Tomás, los que estaban en Pentecostés, Pablo... y, tras ellos, tantos otros testigos. Hombres y mujeres que a lo largo de la historia han creído, han buscado, han caminado, como gente que desde su experiencia vital y desde sus anhelos más profundos, sigue arriesgándose a creer. Y convirtiendo el evangelio en buena noticia; la esperanza en su horizonte; la bienaventuranza en su lógica, y el Amor en su bandera.
Esa es, en parte, nuestra mayor responsabilidad. No se trata tan solo de fiarnos de los testigos que nos lo cuentan. Se trata también de convertirnos nosotros mismos en portadores de esa noticia. Nosotros somos –o podríamos ser– los testigos del resucitado. Al compartir y transmitir nuestras certidumbres y nuestras preguntas. Nuestras palabras, nuestras acciones, nuestros gestos hablan de aquello por lo que apostamos y nos jugamos la vida. De aquello que nos mueve, que nos inquieta o que nos asusta. Hay muchas personas que, en su fe, transmiten vida, personas cuya confianza invita a creer en algo más. Son, hoy también, testigos que transmiten ese fuego.
J.M.R.Olaizola