lunes, 30 de mayo de 2022

La fuerza del Espíritu

La fuerza del Espíritu Santo – Secreto de los primeros cristianos | La  Oración

Si el tiempo en el que Jesús vivió es el tiempo del Hijo, nosotros hoy vivimos en el tiempo del Espíritu. Esa es la manera en que el Dios vivo se hace presente hoy en día y la manera en que, a veces, le intuimos. El Espíritu de Dios no es un pájaro ni una hoguera celeste, aunque esas imágenes nos ayuden a veces a poner nombre a lo que se nos escapa. Es algo que a veces, muy dentro, nos hace profundamente humanos, nos ayuda a asomarnos a Dios, nos hace eternos. Es deseo, es sed, es coraje. Es el bien que habita en nosotros. El Dios mismo al que buscamos y el reflejo de ese Dios en cada persona. Quizás es la semilla de Dios que late en el interior de cada uno, pero que jamás se va a imponer contra nuestra voluntad.

Vivir la resurrección hoy en día es dejar que el Espíritu, en nosotros, nos muestre que está vivo. Y esto se materializa a través de algunas búsquedas importantes de nuestra historia: buscamos la sabiduría –y la verdad. Buscamos la justicia que consiste en intuir la realidad profunda de cada persona. Buscamos la fe, siempre viva, siempre nueva. Buscamos la fortaleza de los vulnerables, de los débiles, de los frágiles. Esa fortaleza que tenemos dentro para levantarnos una y otra vez, para reír en las horas difíciles y para tirar de quien ya no tiene más fuerzas. Buscamos el amor. No cualquier cosa que llamamos amor. El amor que descubrimos en el Dios de Jesús. El amor de la Última Cena. El amor capaz de dar la vida por los otros, por el prójimo. El amor capaz de salir del propio interés, para preguntar: «¿Qué puedo hacer por ti?» Ese amor capaz de mover montañas. Un amor que solo se encuentra cuando se decide darlo. Lo sorprendente, lo bonito, lo especial de estas búsquedas, es que nunca terminamos de llegar al final. Que una y otra vez tenemos que lanzarnos, con las manos vacías, en pos de algo que se nos escapa.

En todas esas búsquedas alienta el espíritu. Y en todas ellas aprendemos a «ver», «sentir», «intuir» y «escuchar» a Dios en nuestro mundo. Presente, aunque no lo entendamos del todo. De alguna forma, todos llevamos destellos de ese Dios que late en nosotros. Por eso, a veces lo intuiremos buceando en nosotros mismos. Y otras veces mirando alrededor podremos percibirlo en otros. Al experimentar el perdón y la misericordia, al sentirnos felices sin motivo, con una alegría serena que dura, que resiste a la dificultad, que se llama «sentido». Al experimentar, aunque sea en momentos fugaces, el amor verdadero y generoso, la libertad más profunda, el cansancio de sentir que uno ha cumplido con lo que se esperaba de él. Al decir una verdad que puede resultar incómoda, pero que uno entiende que es justo y honesto proclamar. Al vivir la gratitud por tanto bien recibido. En todos esos momentos, nos demos cuenta o no, alienta el Espíritu, que vibra en lo más profundo de cada uno de nosotros.

El buscador de Dios tiene algo de peregrino. Para el peregrino es importante el destino, pero es también importante el camino, cada etapa, cada día con sus afanes. A veces la marcha se hace llevadera, pero otros días se te pone todo muy cuesta arriba. En ocasiones caminas con otros, que tiran de ti, o tú tiras de ellos. Y es en la conversación, en los relatos compartidos, en las anécdotas o enseñanzas, donde uno aprende, y por eso mismo se va haciendo más sabio. En otras ocasiones caminas solo, y en el silencio aprendes a escuchar de otra manera, a la naturaleza, a los lugares por los que pasas, y al Dios que está detrás de todo ello. En el camino vas aprendiendo a distinguir lo importante de lo accesorio, a irte gastando, a descubrir y poner en práctica valores que sirven para la vida. Hay días en que estás risueño, y otros en que avanzas más sombrío, más arisco, con menos humor.

Somos, en cualquier caso y siempre de camino, buscadores. De Dios, de los otros y de nosotros mismos. Ese Dios que se encarnó en Jesús, que pasó por el mundo haciendo el bien. Que vivió entre los hombres y mujeres de su época y les enseñó lo que es el Amor verdadero. Nosotros continuamos la senda de aquellos que, en el encuentro con él, vieron transformada su vida. Somos Pedro equivocado. Y Juan que echa a correr. Somos José de Arimatea que da un paso al frente. Y Magdalena, que no se quiere apartar de él. Somos María con el corazón traspasado, incapaz de comprender, pero dispuesta a arriesgar y confiar. Somos el Cireneo cargando con la cruz. Somos, a veces, personas encerradas en jaulas de oro. Pero también somos capaces de salir a la intemperie para dejar que, en ella, la vida se nos muestre en toda su complejidad y grandeza. Somos la mujer de Pilato que intercede por el justo, y el propio Pilato perdido en su egoísmo. Somos Caifás, atascado en lo establecido, pero también somos los discípulos de ojos abiertos y corazón generoso, dispuestos a escuchar una palabra nueva.

Somos los testigos del resucitado. Ese Dios que, en Jesús, fue crucificado, aplastado por los poderes injustos y que, en la cruz, abrazó a la humanidad entera para reencontrarse con nosotros. Lo buscamos porque creemos que resucitó y que su espíritu sigue alentando y despertando, en nuestro mundo, a todos aquellos que viven en tinieblas, en sombras, y que necesitan hoy, como siempre, sostener la vida en el Amor.

 J.M. Olaizola