Según el relato de Marcos, hasta por tres veces insiste Jesús, camino de Jerusalén, en el destino que le espera. Su entrega al proyecto de Dios no terminará en el éxito triunfal que imaginan sus discípulos. Al final habrá «resurrección», pero, aunque parezca increíble, Jesús «será crucificado». Sus seguidores lo deben saber.
Sin embargo, los discípulos no le entienden. Les da miedo hasta preguntarle. Ellos siguen pensando que Jesús les aportará gloria, poder y honor. No piensan en otra cosa. Al llegar a su casa de Cafarnaún, Jesús les hace una sola pregunta: «¿De qué discutíais por el camino?», ¿de qué han hablado a sus espaldas en esa conversación en la que Jesús ha estado ausente?
Los discípulos guardan silencio. Les da vergüenza decirle la verdad. Mientras Jesús les habla de entrega y fidelidad, ellos están pensando en quién será el más importante. No creen en la igualdad fraterna que busca Jesús. En realidad, lo que les mueve es la ambición y la vanidad: ser superiores a los demás.
De espaldas a Jesús y sin que su Espíritu esté presente, ¿no seguimos discutiendo de cosas parecidas?: ¿tiene que renunciar la Iglesia a privilegios multiseculares o ha de buscar «poder social»?, ¿a qué congregaciones y movimientos hay que dar importancia y cuáles hay que dejar de lado?, ¿qué teólogos merecen el honor de ser considerados «ortodoxos» y quiénes han de ser silenciados como marginales?
Ante el silencio de sus discípulos, Jesús se sienta y los llama. Tiene gran interés en ser escuchado. Lo que va a decir no ha de ser olvidado: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». En su movimiento no hay que mirar tanto a los que ocupan los primeros puestos y tienen renombre, títulos y honores. Importantes son los que, sin pensar mucho en su prestigio o reputación personal, se dedican sin ambiciones y con total libertad a servir, colaborar y contribuir al proyecto de Jesús. No lo hemos de olvidar: lo importante no es quedar bien, sino hacer el bien siguiendo a Jesús.
José Antonio Pagola