En sus comienzos, al cristianismo se le conocía como «el Camino» (Hechos de los Apóstoles 18,25-26). Más que entrar en una nueva religión, «hacerse cristiano» era encontrar el camino acertado de la vida, caminando tras las huellas de Jesús. Ser cristiano significa para ellos «seguir» a Cristo. Esto es lo fundamental, lo decisivo.
Hoy las cosas han cambiado. El cristianismo ha conocido durante estos veinte siglos un desarrollo doctrinal muy importante y ha generado una liturgia y un culto muy elaborados. Hace ya mucho tiempo que el cristianismo es considerado como una religión.
Por eso no es extraño encontrarse con personas que se sienten cristianas sencillamente porque están bautizadas y cumplen sus deberes religiosos, aunque nunca se hayan planteado la vida como un seguimiento de Jesucristo. Este hecho, hoy bastante generalizado, hubiera sido inimaginable en los primeros tiempos del cristianismo.
Hemos olvidado que ser cristianos es «seguir» a Jesucristo: movernos, dar pasos, caminar, construir nuestra vida siguiendo sus huellas. Nuestro cristianismo se queda a veces en una fe teórica e inoperante o en una práctica religiosa rutinaria. No transforma nuestra vida en seguimiento a Jesús.
Después de veinte siglos, la mayor contradicción de los cristianos es pretender serlo sin seguir a Jesús. Se acepta la religión cristiana (como se podría aceptar otra), pues da seguridad y tranquilidad ante «lo desconocido», pero no se entra en la dinámica del seguimiento fiel a Cristo.
Estamos ciegos y no vemos dónde está lo esencial de la fe cristiana. El episodio de la curación del ciego de Jericó es una invitación a salir de nuestra ceguera. Al comienzo del relato, Bartimeo «está sentado al borde del camino». Es un hombre ciego y desorientado, fuera del camino, sin capacidad de seguir a Jesús. Curado de su ceguera por Jesús, el ciego no solo recobra la luz, sino que se convierte en un verdadero «seguidor» de su Maestro, pues, desde aquel día, «le seguía por el camino». Es la curación que necesitamos.
José Antonio Pagola