La Navidad está llena de significados. El Niño Jesús habla del niño interior que llevamos siempre dentro de nosotros, que siente necesidad de ser cuidado y que, una vez que ha crecido, tiene el impulso de cuidar. Es ese pedazo de paraíso que no se ha perdido totalmente, hecho de inocencia, de espontaneidad, de encanto, de juego y de convivencia con los otros sin ninguna discriminación.
Para los cristianos es la celebración de la “proximidad y de la humanidad” de nuestro Dios, Dios se dejó apasionar tanto por el ser humano que quiso ser uno de ellos. Como dice bellamente Fernando Pessoa en su poema sobre la Navidad: «Él es el eterno Niño, el Dios que faltaba; el divino que sonríe y que juega; el niño tan humano que es divino».
Ahora tenemos un Dios niño y no un Dios juez severo de nuestros actos y de la historia humana. Un Dios que quiere convivir con nosotros eternamente.
Su nacimiento provocó una conmoción cósmica. Un texto de la liturgia cristiana dice de forma simbólica: «Entonces las hojas que parloteaban, callaron como muertas; el viento que susurraba, quedó parado en el aire; el gallo que cantaba se calló en medio de su canto; las aguas del riachuelo que corrían, se estancaron; las ovejas que pastaban, quedaron inmóviles; el pastor que erguía su cayado quedó como petrificado; entonces, en ese preciso momento, todo se paró, todo se silenció, todo se suspendió: nacía Jesús, el Salvador de las gentes y del universo».
La Navidad es una fiesta de luz, de fraternidad universal, fiesta de la familia reunida alrededor de una mesa. Más que comer, se comulga con la vida de unos y otros. Por un momento olvidamos los quehaceres cotidianos, el peso de nuestra existencia trabajosa, las tensiones entre familiares y amigos y nos hermanamos en alegre comensalidad.
La comensalidad supone la cooperación y la solidaridad de unos con otros. Por eso nos duele tanto saber que millones y millones de personas no tienen nada para repartir y pasan hambre. En esta Navidad de alegría y de fraternidad no podemos olvidar a esos que Jesús llamó “mis hermanos y hermanas menores”.
Pero no obstante este abatimiento, celebremos y cantemos, cantemos y alegrémonos porque nunca más estaremos solos. El Niño se llama Jesús, el Enmanuel, “Dios con nosotros”.