El hombre actual ha quedado en gran
medida atrofiado para descubrir a Dios. Cuando nuestra vida está movida
exclusivamente por intereses egoístas de beneficio o ganancia, algo se
seca en nuestro corazón.
Muchos viven hoy un estilo de vida que los
abruma y empobrece. Envejecidos prematuramente, endurecidos por dentro,
sin capacidad de abrirse a Dios por ningún resquicio de su existencia,
caminan por la vida sin la compañía interior de nadie.
El teólogo
Alfred Delp, ejecutado por los nazis, veía en este «endurecimiento
interior» el mayor peligro para el hombre moderno: «Así el hombre deja
de alzar hacia las estrellas las manos de su ser. La incapacidad del
hombre actual para adorar, amar y venerar tiene su causa en su desmedida
ambición y en el endurecimiento de su existencia».
Esta
incapacidad para adorar a Dios se ha apoderado también de muchos
creyentes, que solo buscan un «Dios útil». Solo les interesa un Dios que
sirva para sus proyectos individualistas. Dios queda así convertido en
un «artículo de consumo» del que disponer según nuestras conveniencias e
intereses. Pero Dios es otra cosa. Dios es Amor infinito, encarnado en
nuestra propia existencia. Y, ante ese Dios, lo primero es la adoración,
el júbilo, la acción de gracias.
Cuando se olvida esto, el
cristianismo corre el peligro de convertirse en un esfuerzo gigantesco
de humanización, y la Iglesia en una institución siempre tensa, siempre
agobiada, siempre con la sensación de no lograr el éxito moral por el
que lucha y se esfuerza.
Sin embargo, la fe cristiana es, antes
que nada, descubrimiento de la bondad de Dios, experiencia agradecida de
que solo él salva: el gesto de los magos ante el Niño de Belén expresa
la actitud primera de todo creyente ante Dios hecho hombre.
Dios
existe. Está ahí, en el fondo de nuestra vida. Somos acogidos por él. No
estamos perdidos en medio del universo. Podemos vivir con confianza.
Ante un Dios del que solo sabemos que es Amor no cabe sino el gozo, la
adoración y la acción de gracias.
José Antonio Pagola