domingo, 31 de marzo de 2024

Jesús ha resucitado, ¡Aleluya!

 El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.





Cuando la luz familiar se va difuminando ante la inesperada aparición de la noche, la oscuridad nos parece abrumadoramente espesa. Llegamos a creer que en la noche hay ausencia total de luz. En el tiempo de transición de la claridad a la oscuridad, todas las cosas carecen de realidad y confunden sus formas.

Entonces la mirada busca instintivamente el cielo. Llevamos incrustada hasta la médula, la relación entre luz y cielo. Pero hay veces en que el cielo está nublado. Y cuando el cielo está nublado, todo se ve más oscuro. Nuestros ojos rastrean el cielo buscando al menos el borroso contorno de los objetos familiares como punto de referencia. En esa búsqueda de las cosas con el cielo como trasfondo, poco a poco nuestras pupilas se van dilatando. Se va despertando esa capacidad adormecida de percibir la gran luminosidad difusa en toda noche. Repentinamente nos sorprendemos del aumento de claridad. Lo único que ha sucedido, es que ha aumentado nuestra capacidad de percibirla. Y con ello las cosas van recuperando su realidad peculiar, y nosotros la alegría y la libertad de orientarnos en medio de ellas.

Al avanzar hasta el amanecer, junto al dilatarse de nuestras pupilas, el horizonte crece también en luminosidad, participamos de la alegría profunda de sentir en la mañana cómo crece la claridad a nuestro alrededor y nos sentimos llenos de gratitud.

Jesús Resucitado, quisiéramos que permanecieras junto a nosotros, noche adentro, en este tiempo de expansión de las pupilas de nuestro corazón. Quisiéramos caminar unidos junto a tí hacia la alegría del amanecer, hacia esa Luz que devuelve su verdad a cada cosa y a cada hombre la alegría de vivir, al sentir nuestras manos enlazadas en la vida y en el amor.

Mientras se dilatan nuestras pupilas, alúmbranos, Señor Resucitado, para que podamos seguir creyendo en la vida. Permanece a nuestro lado para que el cirio encendido en nuestro interior, consagrado a tu nombre, arda sin apagarse. Que nunca olvidemos lo que decía aquel sabio proverbio árabe: si gastas tu noche llorando la puesta del sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas.

El Lucero que no conoce el ocaso brille sereno para el linaje humano, y goce el Universo inundado de tanta claridad, por los siglos de los siglos. ¡¡¡ALELUYA!!!

Blog Monasterio de Santa María de Sobrado