V Domingo de Cuaresma – Ciclo A
Domingo 2 de Abril de 2017
Lectura del Santo Evangelio según san Juan (11, 1-45):
En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo.»
Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba.
Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa.
Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»
Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?»
Le contestaron: «Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dice Jesús: «Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»
Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.»
Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba.
Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa.
Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»
Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?»
Le contestaron: «Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dice Jesús: «Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»
Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.»
Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
–
Evangelio Comentado por:
José Antonio Pagola
Jesús nunca oculta su cariño hacia tres
hermanos que viven en Betania. Seguramente son los que le acogen en su
casa siempre que sube a Jerusalén. Un día, Jesús recibe un recado: «Nuestro hermano Lázaro, tu amigo, está enfermo». Al poco tiempo Jesús se encamina hacia la pequeña aldea.
Cuando se presenta, Lázaro ha muerto ya. Al verlo llegar, María, la
hermana más joven, se echa a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver
llorar a su amiga y también a los judíos que la acompañan, Jesús no
puede contenerse. También él «se echa a llorar» junto a ellos. La gente comenta: «¡Cómo lo quería!».
Jesús no llora solo por la muerte de un
amigo muy querido. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos
ante la muerte. Todos llevamos en lo más íntimo de nuestro ser un deseo
insaciable de vivir. ¿Por qué hemos de morir? ¿Por qué la vida no es más
dichosa, más larga, más segura, más vida?
El hombre de hoy, como el de todas las
épocas, lleva clavada en su corazón la pregunta más inquietante y más
difícil de responder: ¿qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Es
inútil tratar de engañarnos. ¿Qué podemos hacer ante la muerte?
¿Rebelarnos? ¿Deprimirnos?
Sin duda, la reacción más generalizada es
olvidarnos y «seguir tirando». Pero, ¿no está el ser humano llamado a
vivir su vida y a vivirse a sí mismo con lucidez y responsabilidad?
¿Solo hacia nuestro final nos hemos de acercar de forma inconsciente e
irresponsable, sin tomar postura alguna?
Ante el misterio último de la muerte no
es posible apelar a dogmas científicos ni religiosos. No nos pueden
guiar más allá de esta vida. Más honrada parece la postura del escultor
Eduardo Chillida, al que en cierta ocasión le escuché decir: «De la
muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me
dice que es limitada».
Los cristianos no sabemos de la otra vida
más que los demás. También nosotros nos hemos de acercar con humildad
al hecho oscuro de nuestra muerte. Pero lo hacemos con una confianza
radical en la bondad del Misterio de Dios que vislumbramos en Jesús. Ese
Jesús al que, sin haberlo visto, amamos y al que, sin verlo aún, damos
nuestra confianza.
Esta confianza no puede ser entendida
desde fuera. Solo puede ser vivida por quien ha respondido, con fe
sencilla, a las palabras de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida. ¿Crees tú esto?».
Recientemente, Hans Küng, el teólogo católico más crítico del siglo XX,
cercano ya a su final, ha dicho que, para él, morirse es «descansar en
el misterio de la misericordia de Dios». Así quiero morir yo.