Domingo 12 de Marzo de 2017
Lectura del Santo Evangelio según san Mateo (17,1-9):
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a
Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una
montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía
como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les
aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Evangelio Comentado por:
José Antonio Pagola
El centro de ese relato complejo, llamado
tradicionalmente la «transfiguración de Jesús», lo ocupa una voz que
viene de una extraña «nube luminosa», símbolo que se emplea en la Biblia
para hablar de la presencia siempre misteriosa de Dios, que se nos
manifiesta y, al mismo tiempo, se nos oculta.
La voz dice estas palabras: «Este es mi Hijo, en quien me complazco. Escuchadlo».
Los discípulos no han de confundir a Jesús con nadie, ni siquiera con
Moisés o Elías, representantes y testigos del Antiguo Testamento. Solo
Jesús es el Hijo querido de Dios, el que tiene su rostro «resplandeciente como el sol».
Pero la voz añade algo más: «Escuchadlo».
En otros tiempos, Dios había revelado su voluntad por medio de los
«diez mandamientos» de la Ley. Ahora la voluntad de Dios se resume y
concreta en un solo mandato: «Escuchad a Jesús». La escucha establece la
verdadera relación entre los seguidores y Jesús.
Al oír esto, los discípulos caen por los suelos «aterrados de miedo».
Están sobrecogidos por aquella experiencia tan cercana de Dios, pero
también asustados por lo que han oído: ¿podrán vivir escuchando solo a
Jesús, reconociendo solo en él la presencia misteriosa de Dios?
Entonces Jesús «se acerca, los toca y les dice: “Levantaos. No tengáis miedo”».
Sabe que necesitan experimentar su cercanía humana: el contacto de su
mano, no solo el resplandor divino de su rostro. Siempre que escuchamos a
Jesús en el silencio de nuestro ser, sus primeras palabras nos dicen:
«Levántate, no tengas miedo».
Muchas personas solo conocen a Jesús de
oídas. Su nombre les resulta tal vez familiar, pero lo que saben de él
no va más allá de algunos recuerdos e impresiones de la infancia.
Incluso, aunque se llamen cristianos, viven sin escuchar en su interior a
Jesús. Y sin esa experiencia no es posible conocer su paz inconfundible
ni su fuerza para alentar y sostener nuestra vida.
Cuando un creyente se detiene a escuchar en silencio a Jesús, en el interior de su conciencia escucha siempre algo como esto:
«No tengas miedo. Abandónate con toda
sencillez en el misterio de Dios. Tu poca fe basta. No te inquietes. Si
me escuchas, descubrirás que el amor de Dios consiste en estar siempre
perdonándote. Y, si crees esto, tu vida cambiará. Conocerás la paz del
corazón».
En el libro del Apocalipsis se puede leer así: «Mira, estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa».
Jesús llama a la puerta de cristianos y no cristianos. Podemos abrirle
la puerta o rechazarlo. Pero no es lo mismo vivir con Jesús que sin él.