viernes, 7 de marzo de 2025

Mensaje cuaresmal del Papa Francisco

 



En esta cuaresma, enriquecida por la gracia del Año jubilar, deseo ofrecerles algunas reflexiones sobre lo que significa caminar juntos en la esperanza y descubrir las llamadas a la conversión que la misericordia de Dios nos dirige a todos, de manera personal y comunitaria.

Antes que nada, caminarEl lema del Jubileo, “Peregrinos de esperanza”, evoca el largo viaje del pueblo de Israel hacia la tierra prometida, narrado en el libro del Éxodo; el difícil camino desde la esclavitud a la libertad, querido y guiado por el Señor, que ama a su pueblo y siempre le permanece fiel. No podemos recordar el éxodo bíblico sin pensar en tantos hermanos y hermanas que hoy huyen de situaciones de miseria y de violencia, buscando una vida mejor para ellos y sus seres queridos.

Surge aquí una primera llamada a la conversión, porque todos somos peregrinos en la vida. Cada uno puede preguntarse: ¿cómo me dejo interpelar por esta condición? ¿Estoy realmente en camino o un poco paralizado, estático, con miedo y falta de esperanza; o satisfecho en mi zona de confort? ¿Busco caminos de liberación de las situaciones de pecado y falta de dignidad? Sería un buen ejercicio cuaresmal confrontarse con la realidad concreta de algún inmigrante o peregrino, dejando que nos interpele, para descubrir lo que Dios nos pide, para ser mejores caminantes hacia la casa del Padre. Este es un buen “examen” para el viandante.

En segundo lugar, hagamos este viaje juntos. La vocación de la Iglesia es caminar juntos, ser sinodales [2]. Los cristianos están llamados a hacer camino juntos, nunca como viajeros solitarios. El Espíritu Santo nos impulsa a salir de nosotros mismos para ir hacia Dios y hacia los hermanos, y nunca a encerrarnos en nosotros mismos [3]. Caminar juntos significa ser artesanos de unidad, partiendo de la dignidad común de hijos de Dios (cf. Ga 3,26-28); significa caminar codo a codo, sin pisotear o dominar al otro, sin albergar envidia o hipocresía, sin dejar que nadie se quede atrás o se sienta excluido. Vamos en la misma dirección, hacia la misma meta, escuchándonos los unos a los otros con amor y paciencia.

En esta cuaresma, Dios nos pide que comprobemos si en nuestra vida, en nuestras familias, en los lugares donde trabajamos, en las comunidades parroquiales o religiosas, somos capaces de caminar con los demás, de escuchar, de vencer la tentación de encerrarnos en nuestra autorreferencialidad, ocupándonos solamente de nuestras necesidades. Preguntémonos ante el Señor si somos capaces de trabajar juntos como obispos, presbíteros, consagrados y laicos, al servicio del Reino de Dios; si tenemos una actitud de acogida, con gestos concretos, hacia las personas que se acercan a nosotros y a cuantos están lejos; si hacemos que la gente se sienta parte de la comunidad o si la marginamos [4]. Esta es una segunda llamada: la conversión a la sinodalidad.

En tercer lugar, recorramos este camino juntos en la esperanza de una promesa. La esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5), mensaje central del Jubileo [5], sea para nosotros el horizonte del camino cuaresmal hacia la victoria pascual. Como nos enseñó el Papa Benedicto XVI en la Encíclica Spe salvi, «el ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: “Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” ( Rm 8,38-39)» [6]. Jesús, nuestro amor y nuestra esperanza, ha resucitado [7], y vive y reina glorioso. La muerte ha sido transformada en victoria y en esto radica la fe y la esperanza de los cristianos, en la resurrección de Cristo.

Esta es, por tanto, la tercera llamada a la conversión: la de la esperanza, la de la confianza en Dios y en su gran promesa, la vida eterna. Debemos preguntarnos: ¿poseo la convicción de que Dios perdona mis pecados, o me comporto como si pudiera salvarme solo? ¿Anhelo la salvación e invoco la ayuda de Dios para recibirla? ¿Vivo concretamente la esperanza que me ayuda a leer los acontecimientos de la historia y me impulsa al compromiso por la justicia, la fraternidad y el cuidado de la casa común, actuando de manera que nadie quede atrás?  

Hermanas y hermanos, gracias al amor de Dios en Jesucristo estamos protegidos por la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme [8]. En ella la Iglesia suplica para que «todos se salven» ( 1 Tm 2,4) y espera estar un día en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo. Así se expresaba santa Teresa de Jesús: «Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo» ( Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3) [9].

Que la Virgen María, Madre de la Esperanza, interceda por nosotros y nos acompañe en el camino cuaresmal.




sábado, 1 de marzo de 2025

VIII Domingo del Tiempo Ordinario

 



En el relato de Lucas estamos ante unas recomendaciones de Jesús dirigidas a sus oyentes. Jesús insiste en la necesidad de la limpieza del corazón para llevar a cabo la tarea de poder guiar a los demás. De lo contrario corremos el riesgo de ser guías de ciegos que puede caer en el hoyo y hacer caer a los demás en la fosa. 

Sólo el que tiene el corazón limpio, el que ha sacado la viga de su ojo es capaz de ver claro y conducir a los demás al bien, orientarles con seguridad y evitarles los peligros. El que no ha quitado la viga de su ojo se equivoca y como está ciego hace más mal que bien, incluso cuando cree hacer el bien.

El evangelio nos lleva siempre a la interioridad, a lo profundo: no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno. 

Frente a la tentación de vivir las apariencias, Cristo nos invita a ser hombres que echan raíces en El y nos mueve a arrancar del corazón toda hierba mala para dar frutos buenos.

Fr. Antonio Larios Ramos O.P.





sábado, 22 de febrero de 2025

VII Domingo del Tiempo Ordinario

 

Lucas 6, 27-38

«A los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian». ¿Qué podemos hacer los creyentes ante estas palabras de Jesús? ¿Suprimirlas del Evangelio? ¿Borrarlas del fondo de nuestra conciencia? ¿Dejarlas para tiempos mejores?

Hoy hemos de destacar todavía más la importancia revolucionaria que se encierra en el mandato evangélico del amor al enemigo, considerado por los exegetas como el exponente más diáfano del mensaje cristiano.

Cuando Jesús habla del amor al enemigo, no está pensando en un sentimiento de afecto y cariño hacia él, pero sí en una actitud humana de interés positivo por su bien.

Jesús piensa que la persona es humana cuando el amor está en la base de toda su actuación. Y ni siquiera la relación con los enemigos ha de ser una excepción. Quien es humano hasta el final respeta la dignidad del enemigo, por muy desfigurada que se nos pueda presentar. No adopta ante él una postura excluyente de maldición, sino una actitud de bendición.

Y es precisamente este amor, que alcanza a todos y busca realmente el bien de todos sin excepción, la aportación más humana que puede introducir en la sociedad el que se inspira en el Evangelio de Jesús.

Hay situaciones en las que este amor al enemigo parece imposible. Estamos demasiado heridos para poder perdonar. Necesitamos tiempo para recuperar la paz. Es el momento de recordar que también nosotros vivimos de la paciencia y el perdón de Dios.


José Antonio Pagola



viernes, 14 de febrero de 2025

VI Domingo del Tiempo Ordinario


 Las Bienaventuranzas no pueden ser escuchadas de igual manera por todos. Mientras para los pobres es una Buena Noticia que los invita a la esperanza, para los ricos es una amenaza que los llama a la conversión. ¿Cómo escuchar este mensaje en nuestras comunidades cristianas?

Antes que nada, Jesús nos pone a todos ante la realidad más sangrante que hay en el mundo, la que más le hace sufrir, la que más llega al corazón de Dios, la que está más presente ante sus ojos. Una realidad que, desde los países ricos, tratamos de ignorar, encubriendo de mil maneras la injusticia más cruel, de la que en buena parte somos cómplices nosotros.

¿Queremos continuar alimentando el autoengaño o abrir los ojos a la realidad de los pobres? ¿Tenemos voluntad de verdad? ¿Tomaremos alguna vez en serio a esa inmensa mayoría de los que viven desnutridos y sin dignidad, los que no tienen voz ni poder, los que no cuentan para nuestra marcha hacia el bienestar?

Los cristianos no hemos descubierto todavía la importancia que pueden tener los pobres en la historia del cristianismo. Ellos nos dan más luz que nadie para vernos en nuestra propia verdad, sacuden nuestra conciencia y nos invitan a la conversión. Ellos nos pueden ayudar a configurar la Iglesia del futuro de manera más evangélica. Nos pueden hacer más humanos: más capaces de austeridad, solidaridad y generosidad.

El abismo que separa a ricos y pobres sigue creciendo de manera imparable. En el futuro será cada vez más difícil presentarnos ante el mundo como Iglesia de Jesús ignorando a los más débiles e indefensos de la Tierra. O tomamos en serio a los pobres o nos olvidamos del Evangelio. En los países ricos nos resultará cada vez más difícil escuchar la advertencia de Jesús: «No podéis servir a Dios y al Dinero». Se nos hará insoportable.

José Antonio Pagola



sábado, 8 de febrero de 2025

V Domingo del Tiempo Ordinario

 



El evangelio de hoy nos sugiere tres momentos.

Jesús quiere subirse a nuestra barca, es decir, entrar en nuestro mundo, en nuestras relaciones, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en lo que sabemos hacer… Quiere entrar de lleno en nuestro mundo.

Jesús quiere que naveguemos mar adentro y echemos las redes: Jesús quiere que naveguemos mar adentro en la relación con él, en nuestro mundo, donde estemos acostumbrados; quiere que naveguemos y profundicemos en la relación con Él para que transformemos nuestra vida.

Jesús quiere hacernos salir de nuestro mundo y llevarnos a otro mundo nuevo: “te haré pescador de hombre”. Quiere hacernos usar todas nuestras cualidades para hacernos un gran instrumento de Él.

Pero, ¿cómo podemos llevar a cabo todo esto en la práctica, siguiendo el modelo y el ejemplo de Jesús?

Si nos fijamos bien, la escena que se describe en este evangelio cambia de escenario: a diferencia de otros evangelios donde Jesús habla en la sinagoga, este evangelio se enclava en medio de la naturaleza. La gente escucha desde la orilla; Jesús habla desde las aguas del lago. No está sentado en una cátedra, sino en una barca, un escenario humilde y sencillo desde donde enseñaba a la gente sencilla, que eran los únicos que estaban hambrientos por aprender de Él.

Y, a diferencia de otros predicadores, Jesús no repite lo que oye a otros, no cita a ningún maestro de la Ley, Jesús les habla desde el corazón y les pone en comunicación con Dios, porque la gente no quiere de Él unas palabras cualesquiera, esperan unas palabras diferentes nacidas de Dios.

Y eso es probablemente lo que mucha gente espera hoy de nosotros los cristianos, una palabra humilde, sentida, realista, extraída del evangelio, meditada personalmente en el corazón y pronunciada con el Espíritu de Jesús, como dice José Antonio Pagola y no tantos discursos, oraciones y palabras repetidas, vacías de contenido.

Al final, Jesús nos sigue invitando a seguir confiando en Él y a que sigamos intentándolo de nuevo, volviendo a echar las redes al lago.



Fr. Luis Martín Figuero O.P

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sábado, 1 de febrero de 2025

IV Domingo del Tiempo Ordinario

 


Jesús, como nos deja claro el episodio del evangelio de hoy, no era nadie importante, a pesar de descender de una familia importante en la historia del pueblo de Israel, descendiente de David el rey. Jesús era un judío normal que empezó a anunciar un mensaje nuevo y revolucionario. Hoy en este relato de la presentación vemos lo mismo: No salen a recibirlo los sacerdotes, representantes de la religión judía –serán al final los que pidan su muerte-. Jesús no encuentra acogida en esa religión segura de sí misma y olvidada de los que sufren. Tampoco salen a recibirlo los maestros de la ley, que predican sus tradiciones humanas en los atrios de aquel templo. 

Jesús no encuentra acogida en doctrinas y tradiciones religiosas que no ayudan a vivir una vida más digna y más sana. Sólo lo acogen  dos ancianos de fe sencilla y corazón abierto que han vivido su larga vida esperando la salvación de Dios. Ellos representan a tanta gente de fe sencilla que, en todos los pueblos de todos los tiempos, viven con su confianza puesta en Dios.

Hoy es una fiesta de LUZ entre muchas tinieblas, es también la fiesta de la humanidad salvada por Jesús desde el fondo de su corazón que amaba de verdad. Él y su Madre, en medio de tanto mal, resplandecen como una esperanza de salvación. Nuestra humanidad con tanto dolor, problemas, crisis y muertes, tiene en ellos dos, Madre e Hijo, una LUZ y una ESPERANZA. Aprovechémosla. Y seamos nosotros los que llevemos su luz allá por donde vayamos.


sábado, 25 de enero de 2025

III Domingo del Tiempo Ordinario

 


La liturgia de la Palabra de este domingo nos muestra un itinerario de vida cristiana que nace con la proclamación y la escucha de la Palabra de Dios. Una Palabra que revela a un Dios que apuesta una y otra vez por la humanidad, amándola hasta el extremo. El proyecto de Dios está encaminado a construir una esperanza nueva en la humanidad. El objetivo es que toda persona tenga un sentido de vida, basado en la justicia, la paz y la dignidad.

Dios con su Palabra nos convoca a todos y cada uno de nosotros a vivir en clave de encuentro, porque es un Dios Padre, que se hace cercano y acogedor de las diversas historias personales. Es una invitación abierta, que necesita de una respuesta, porque todos estamos llamados a participar en esta dinámica de realización personal y comunitaria.

Fruto del máximo amor que Dios nos tiene es el envío de su Hijo, para facilitarnos las cosas; su encarnación marca un antes y un después, ya que nos ofrece un nuevo horizonte para nuestra vida. Su mensaje, sus acciones calan en lo más profundo de nuestros corazones, para que desde ahí sigamos proclamando una palabra de aliento para nuestro mundo convulso. Comenzamos por nosotros mismos, por nuestro entorno, para que desde ahí podamos ir dando pasos, y siendo los mejores embajadores de Cristo en nuestra sociedad.


Fr. Julio César Carpio Gallego O.P.



sábado, 18 de enero de 2025

II Domingo del tiempo ordinario

 


Según el evangelista Juan, Jesús fue realizando signos para dar a conocer el misterio encerrado en su persona y para invitar a la gente a acoger la fuerza salvadora que traía consigo. ¿Cuál fue el primer signo?

El evangelista habla de una boda en Caná de Galilea, una pequeña aldea de montaña, a quince kilómetros de Nazaret. Sin embargo, la escena tiene un carácter claramente simbólico. Ni la esposa ni el esposo tienen rostro: no hablan ni actúan. El único importante es un «invitado» que se llama Jesús.

Las bodas eran en Galilea la fiesta más esperada y querida entre las gentes del campo. Durante varios días, familiares y amigos acompañaban a los novios comiendo y bebiendo con ellos, bailando danzas de boda y cantando canciones de amor. De pronto, la madre de Jesús le hace notar algo terrible: «no les queda vino». ¿Cómo van a seguir cantando y bailando?

El vino es indispensable en una boda. Para aquellas gentes, el vino era, además, el símbolo más expresivo del amor y la alegría. Lo decía la tradición: «El vino alegra el corazón». Lo cantaba la novia a su amado en un precioso canto de amor: «Tus amores son mejores que el vino». ¿Qué puede ser una boda sin alegría y sin amor?, ¿qué se puede celebrar con el corazón triste y vacío de amor?

En el patio de la casa hay «seis tinajas de piedra». Son enormes. Están «colocadas allí», de manera fija. En ellas se guarda el «agua» para las purificaciones. Representan la piedad religiosa de aquellos campesinos que tratan de vivir «puros» ante Dios. Jesús transforma el agua en vino. Su intervención va a introducir amor y alegría en aquella religión. Esta es su primera aportación.

¿Cómo podemos pretender seguir a Jesús sin cuidar más entre nosotros la alegría y el amor?, ¿qué puede haber más importante que esto en la Iglesia y en el mundo?, ¿hasta cuándo podremos conservar en «tinajas de piedra» una fe triste y aburrida?, ¿para qué sirven todos nuestros esfuerzos, si no somos capaces de introducir amor en nuestra religión? Nada puede ser más triste que decir de una comunidad cristiana: «No les queda vino».

José Antonio Pagola

sábado, 11 de enero de 2025

Bautismo de Jesús

 


Estamos ante una nueva epifanía de Jesús: su bautismo es el programa que va a desarrollar con su vida en la historia humana, pues Dios cuenta con ella. Jesús recibe la tarea de traer el amor de Dios al mundo; la tarea de acortar el espacio que hay entre el cielo y la tierra, entre lo divino y lo humano: con El, los cielos se abren y ya no hay distancias insalvables entre Dios y el hombre. De hecho, el Espíritu se posa en la realidad humana de Jesús que se pone a la cola para recibir el bautismo de Juan, solidarizándose con su pueblo que anhelaba y quería colmar su esperanza. Pero su pueblo no se esperaba, que Jesús fuera lo que necesitaban; que su esperanza estaba con ellos.

Todos los evangelistas nos cuentan el encuentro de Jesús con Juan. Es la presentación del Hijo Amado, habilitado para ponerse al servicio de la humanidad y, a la vez, marca diferencias con Juan, pues ni va al desierto solitario, ni sigue su movimiento, ni vuelve a sus trabajos, sino que su vida mesiánica va a discurrir por otros caminos manifestativos más explícitos y difíciles, priorizando el anuncio del evangelio: que Dios quiere a todos y además felices en un mundo desierto de valores; que ama lo humano, lo acepta, se compromete y se solidariza con lo esencial de lo humano: su vulnerabilidad.

El paso por el Jordán para el pueblo de Israel significó dejar el desierto para entrar en el valle, paso de la aridez a la fertilidad; del hambre a la abundancia; de la extranjería a ser pueblo; de la esclavitud a la libertad. Estar en un lado u otro del rio era ser una persona u otra, disfrutar de una u otra realidad, ser o no comunidad, conocer o no a Dios.

El rito del agua de Juan no va a ser decisivo para Jesús, lo que le va a marcar para toda la vida es el Espíritu de Dios, su experiencia de un Dios Padre Bueno, del que se siente Hijo sin poder dejar de traslucir tanto amor como su Padre le ha manifestado. El Espíritu de Dios es el aliento que crea, recrea y sostiene la vida; es la fuerza que transforma a los vivientes; fuerza amorosa que genera lo mejor para sus hijos e hijas. Por eso va pasar por el mundo haciendo el bien: curando la vida, las formas de vivir y pensar; bendiciendo, ofreciendo, regalando, construyendo y no juzgando ni condenando; liberando de todo aquello que esclaviza y deshumaniza.



Fr. Pedro Juan Alonso O.P


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jueves, 2 de enero de 2025

Seguir la estrella

 


Estamos demasiado acostumbrados al relato de los magos. Por otra parte, hoy apenas tenemos tiempo para detenernos a contemplar despacio las estrellas. Probablemente no es solo un asunto de tiempo. Pertenecemos a una época en la que es más fácil ver la oscuridad de la noche que los puntos luminosos que brillan en medio de cualquier tiniebla.

Sin embargo, no deja de ser conmovedor pensar en aquel escritor cristiano que, al elaborar el relato de los magos, los imaginó en medio de la noche, siguiendo la pequeña luz de una estrella. La narración respira la convicción profunda de los primeros creyentes después de la resurrección. En Jesús se han cumplido las palabras del profeta Isaías: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una luz grande. Habitaban en una tierra de sombras, y una luz ha brillado ante sus ojos» (Isaías 9,1).

Sería una ingenuidad pensar que nosotros estamos viviendo una hora especialmente oscura, trágica y angustiosa. ¿No es precisamente esta oscuridad, frustración e impotencia que captamos en estos momentos uno de los rasgos que acompañan casi siempre el caminar del ser humano a lo largo de los siglos?

Basta abrir las páginas de la historia. Sin duda encontramos momentos de luz en que se anuncian grandes liberaciones, se entrevén mundos nuevos, se abren horizontes más humanos. Y luego, ¿qué viene? Revoluciones que crean nuevas esclavitudes, logros que provocan nuevos problemas, ideales que terminan en «soluciones a medias», nobles luchas que acaban en «pactos mediocres». De nuevo las tinieblas.

No es extraño que se nos diga que «ser hombre es muchas veces una experiencia de frustración». Pero no es esa toda la verdad. A pesar de todos los fracasos y frustraciones, el hombre vuelve a recomponerse, vuelve a esperar, vuelve a ponerse en marcha en dirección a algo. Hay en el ser humano algo que lo llama una y otra vez a la vida y a la esperanza. Hay siempre una estrella que vuelve a encenderse.

Para los creyentes, esa estrella conduce siempre a Jesús. El cristiano no cree en cualquier mesianismo. Y por eso no cae tampoco en cualquier desencanto. El mundo no es «un caso desesperado». No está en completa tiniebla. El mundo está orientado hacia su salvación. Dios será un día el fin del exilio y las tinieblas. Luz total. Hoy solo lo vemos en una humilde estrella que nos guía hacia Belén.

José Antonio Pagola