Coincide la efeméride otoñal del desarme con otro desarme distinto, que tiene tinte de tristeza y tragedia cuando nada menos que setecientas familias pueden quedar al pairo del paro por cerrar las plantas de aluminio donde trabajan otras tantas personas ganándose el pan con el sudor de su frente. Una multinacional estadounidense avisa de su pretensión de cerrar en Avilés esa planta, poniendo en desplante a todo su personal que lo deja en la intemperie brutal de perder su trabajo de la noche a la mañana.
Ya se entiende que una empresa no es un despacho parroquial, ni siquiera una ONG altruista sin ánimo de lucro o un local de cáritas que sólo mira por sostener dignamente a quienes menos han sido favorecidos por la vida y la sociedad. Una empresa tiene sus calendarios, sus objetivos de producción y su legítima aspiración de incrementar sus ingresos para expandirse poniendo solidez a sus logros financieros.
Pero no deberían ser los únicos criterios, tan inhumanamente crematísticos, a la hora de poner en marcha, acrecentar o, eventualmente, cerrar el negocio. Porque lo que hay detrás no son planchas de aluminio o cajas de tornillos, sino personas. Y tras ellas, un montón de familias que dependen del trabajo honrado que se lleva a cabo cada día, con su justa remuneración y la dignidad que entraña tener un trabajo honesto que no tiene manchadas sus manos ni de corrupción ni de sangre.
Si ante un momento de recesión económica o ante unas cuentas que no eran las que se esperaban se decide cerrar toda una factoría mandando a la incertidumbre angustiosa a tantas personas y a sus correspondientes familias, entonces nos encontramos con una tragedia realmente inhumana, donde los trabajadores se han usado y luego se tiran cuando se juzgan prescindibles laboralmente hablando, dando un portazo a lo que se venía haciendo allí simplemente porque ya no se gana tanto, ya no aporta tanta riqueza como antes, ya no resulta ventajoso para el lucro soñado y programado por los magnates.
El Papa Francisco lo ha dicho con el dolor que entraña una decisión de tan terribles consecuencias: «Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y la inequidad”. Esa economía mata… Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del “descarte” que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: los excluidos no son “explotados” sino desechos, “sobrantes”» (Evangelii gaudium, 53).
Toda mi solidaridad con las familias afectadas, con estos trabajadores que pueden ir a la calle. Lo siento de veras. Rezo por su solución justa y generosa y para que la llama de esperanza de esta gente no se apague jamás ni haya nada que de modo fatal la desarme.
Jesús Sanz, Arzobispo de Oviedo