Queridos hermanos y hermanas:
Doy gracias a Dios por la dedicación con
que se vivió en toda la Iglesia el Mes Misionero Extraordinario durante
el pasado mes de octubre. Estoy seguro de que contribuyó a estimular la
conversión misionera de muchas comunidades, a través del camino indicado
por el tema: “Bautizados y enviados: la Iglesia de Cristo en misión en
el mundo”.
En este año, marcado por los sufrimientos y
desafíos causados por la pandemia del COVID-19, este camino misionero
de toda la Iglesia continúa a la luz de la palabra que encontramos en
el relato de la vocación del profeta Isaías: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). Es la respuesta siempre nueva a la pregunta del Señor: «¿A quién enviaré?» (ibíd.).
Esta llamada viene del corazón de Dios, de su misericordia que
interpela tanto a la Iglesia como a la humanidad en la actual crisis
mundial. «Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió
una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en
la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo,
importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos
necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos.
Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen:
“perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos
seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos». Estamos realmente asustados, desorientados y
atemorizados. El dolor y la muerte nos hacen experimentar nuestra
fragilidad humana; pero al mismo tiempo todos somos conscientes de que
compartimos un fuerte deseo de vida y de liberación del mal. En este
contexto, la llamada a la misión, la invitación a salir de nosotros
mismos por amor de Dios y del prójimo se presenta como una oportunidad
para compartir, servir e interceder. La misión que Dios nos confía a
cada uno nos hace pasar del yo temeroso y encerrado al yo reencontrado y
renovado por el don de sí mismo.
En el sacrificio de la cruz, donde se cumple la misión de Jesús (cf. Jn 19,28-30), Dios revela que su amor es para todos y cada uno de nosotros (cf. Jn 19,26-27).
Y nos pide nuestra disponibilidad personal para ser enviados, porque Él
es Amor en un movimiento perenne de misión, siempre saliendo de sí
mismo para dar vida. Por amor a los hombres, Dios Padre envió a su Hijo
Jesús (cf. Jn 3,16). Jesús es el Misionero del Padre: su Persona y su obra están en total obediencia a la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34; 6,38; 8,12-30; Hb 10,5-10).
A su vez, Jesús, crucificado y resucitado por nosotros, nos atrae en su
movimiento de amor; con su propio Espíritu, que anima a la Iglesia, nos
hace discípulos de Cristo y nos envía en misión al mundo y a todos los
pueblos.
«La misión, la “Iglesia en salida” no es un
programa, una intención que se logra mediante un esfuerzo de voluntad.
Es Cristo quien saca a la Iglesia de sí misma. En la misión de anunciar
el Evangelio, te mueves porque el Espíritu te empuja y te trae» (Sin Él no podemos hacer nada,
LEV-San Pablo, 2019, 16-17). Dios siempre nos ama primero y con este
amor nos encuentra y nos llama. Nuestra vocación personal viene del
hecho de que somos hijos e hijas de Dios en la Iglesia, su familia,
hermanos y hermanas en esa caridad que Jesús nos testimonia. Sin
embargo, todos tienen una dignidad humana fundada en la llamada divina a
ser hijos de Dios, para convertirse por medio del sacramento del
bautismo y por la libertad de la fe en lo que son desde siempre en el
corazón de Dios.
Haber recibido gratuitamente la vida
constituye ya una invitación implícita a entrar en la dinámica de la
entrega de sí mismo: una semilla que madurará en los bautizados, como
respuesta de amor en el matrimonio y en la virginidad por el Reino de
Dios. La vida humana nace del amor de Dios, crece en el amor y tiende
hacia el amor. Nadie está excluido del amor de Dios, y en el santo
sacrificio de Jesús, el Hijo en la cruz, Dios venció el pecado y la
muerte (cf. Rm 8,31-39). Para Dios, el mal —incluso el pecado— se convierte en un desafío para amar y amar cada vez más (cf. Mt 5,38-48; Lc 23,33-34).
Por ello, en el misterio pascual, la misericordia divina cura la herida
original de la humanidad y se derrama sobre todo el universo. La
Iglesia, sacramento universal del amor de Dios para el mundo, continúa
la misión de Jesús en la historia y nos envía por doquier para que, a
través de nuestro testimonio de fe y el anuncio del Evangelio, Dios siga
manifestando su amor y pueda tocar y transformar corazones, mentes,
cuerpos, sociedades y culturas, en todo lugar y tiempo.
La misión es una respuesta libre y
consciente a la llamada de Dios, pero podemos percibirla sólo cuando
vivimos una relación personal de amor con Jesús vivo en su Iglesia.
Preguntémonos: ¿Estamos listos para recibir la presencia del Espíritu
Santo en nuestra vida, para escuchar la llamada a la misión, tanto en la
vía del matrimonio como de la virginidad consagrada o del sacerdocio
ordenado, como también en la vida ordinaria de todos los días? ¿Estamos
dispuestos a ser enviados a cualquier lugar para dar testimonio de
nuestra fe en Dios, Padre misericordioso, para proclamar el Evangelio de
salvación de Jesucristo, para compartir la vida divina del Espíritu
Santo en la edificación de la Iglesia? ¿Estamos prontos, como María,
Madre de Jesús, para ponernos al servicio de la voluntad de Dios sin
condiciones (cf. Lc 1,38)? Esta disponibilidad interior es muy importante para poder responder a Dios: “Aquí estoy, Señor, mándame” (cf. Is 6,8). Y todo esto no en abstracto, sino en el hoy de la Iglesia y de la historia.
Comprender lo que Dios nos está diciendo en
estos tiempos de pandemia también se convierte en un desafío para la
misión de la Iglesia. La enfermedad, el sufrimiento, el miedo, el
aislamiento nos interpelan. Nos cuestiona la pobreza de los que mueren
solos, de los desahuciados, de los que pierden sus empleos y salarios,
de los que no tienen hogar ni comida. Ahora, que tenemos la obligación
de mantener la distancia física y de permanecer en casa, estamos
invitados a redescubrir que necesitamos relaciones sociales, y también
la relación comunitaria con Dios. Lejos de aumentar la desconfianza y la
indiferencia, esta condición debería hacernos más atentos a nuestra
forma de relacionarnos con los demás. Y la oración, mediante la cual
Dios toca y mueve nuestro corazón, nos abre a las necesidades de amor,
dignidad y libertad de nuestros hermanos, así como al cuidado de toda la
creación. La imposibilidad de reunirnos como Iglesia para celebrar la
Eucaristía nos ha hecho compartir la condición de muchas comunidades
cristianas que no pueden celebrar la Misa cada domingo. En este
contexto, la pregunta que Dios hace: «¿A quién voy a enviar?», se
renueva y espera nuestra respuesta generosa y convencida: «¡Aquí estoy,
mándame!» (Is 6,8). Dios continúa buscando a quién enviar al
mundo y a cada pueblo, para testimoniar su amor, su salvación del pecado
y la muerte, su liberación del mal (cf. Mt 9,35-38; Lc 10,1-12).
La celebración la Jornada Mundial de la
Misión también significa reafirmar cómo la oración, la reflexión y la
ayuda material de sus ofrendas son oportunidades para participar
activamente en la misión de Jesús en su Iglesia. La caridad, que se
expresa en la colecta de las celebraciones litúrgicas del tercer domingo
de octubre, tiene como objetivo apoyar la tarea misionera realizada en
mi nombre por las Obras Misionales Pontificias, para hacer frente a las
necesidades espirituales y materiales de los pueblos y las iglesias del
mundo entero y para la salvación de todos.
Que la Bienaventurada Virgen María,
Estrella de la evangelización y Consuelo de los afligidos, Discípula
misionera de su Hijo Jesús, continúe intercediendo por nosotros y
sosteniéndonos.
Francisco